martes, 10 de diciembre de 2013

Adviento.



María Reina del Adviento

Bendita sea la excelsa madre de Dios María Santísima,
bendito sea el dulce nombre de María,
bendita sea María virgen y madre,
bendita sea su Santa e Inmaculada Concepción,
bendita sea su asunción a los cielos,
y bendita sea María Reina del universo y mediadora de todas las gracias;
madre de la misericordia, refugio de los pecadores, consoladora de los afligidos,
auxilio de los cristianos, madre del perpetuo socorro...

Así podría estar horas y horas cantándole alabanzas a la virgen, y he pensado que la página de hoy se la dedico a María para que meditemos un poco sobre su figura.


Queridos amigos,

el pasado día 1 de diciembre, con el adviento, comenzó el nuevo año litúrgico, y en medio de estas cuatro semanas que lo constituyen la Iglesia nos da este tiempo para prepararnos para la navidad, y en él emerge la figura de la virgen María como Reina Inmaculada, María llena de gracia y Arca de la nueva alianza.

Pero empecemos por el principio para resaltar la figura de la Virgen María. Cuando leemos el libro del génesis de la Sagrada Biblia vemos que Dios creó a Adán y a Eva tan perfectos que eran hermosos por fuera y por dentro, y los colocó en el paraíso terrenal, un lugar privilegiado donde podían ser felices, pero para ver el agradecimiento de nuestros primeros padres Dios les puso una condición: que no comiesen el fruto del árbol que estaba en el centro del paraíso, al cual llamó el fruto del bien y del mal.

El demonio, en forma de serpiente, tentó a Eva para que comiese la fruta prohibida. Ella la comió y le dio a Adán, y en ese mismo instante se le apareció Dios, maldijo a la serpiente y a ellos los desterró del paraíso anunciándoles que padecerían toda clase de dolores y sinsabores, y que ya no tendrían los privilegios de que antes gozaban.

Pero Dios, en su infinita misericordia, se compadeció de ellos y en ese mismo momento les anunció que si por una mujer había entrado el pecado en el mundo, por otra mujer entraría la gracia y la salvación, y entonces les prometió la venida del Mesías.

Habían transcurrido miles de años y llegó el momento que Dios había escogido para la llegada del Mesías. Entonces creó a María, la libró del pecado original para que fuese inmaculada y le hizo un alma tan limpia y tan brillante como la luz del día y tan transparente como las aguas cristalinas de un riachuelo. La adornó de toda clase de dones y virtudes y la hizo hermosa por fuera y por dentro.

Cuando ya María era una jovencita se le apareció el Arcángel San Gabriel y la saludó diciéndole “Dios te salve María, llena eres de gracia, el Señor está contigo...”. María se sorprendió y se asustó un poco, pero el arcángel le dijo lo que se esperaba de ella, a lo que María respondió: “he aquí la esclava del Señor. Hágase en mí según tu palabra”. Y en ese instante el Espíritu Santo la cubrió y María se quedó encinta.

Amigas de la página, ¿os imagináis a María embarazada? ¿No os recuerda cuando vosotras estabais gestando a vuestros hijos? ¿Cuando pasabais la mano sobre vuestro vientre queriendo acariciar al hijo que llevabais en vuestras entrañas? Pues así haría María. En silencio meditaría y se preguntaría por qué ella había sido elegida para ser la madre de Dios si ella se sentía tan humilde y pequeña. Pocas veces en el evangelio sale la figura de María, pero no por ello ella vivía al margen de su hijo. Siempre en todos los momentos importantes de la vida de Jesús estaba ella. Teniéndolo en sus brazos mientras lo amamantaba o corriendo detrás de él cuando era pequeño para que no se cayese, después de mayor admirando la sabiduría de sus palabras, y luego sufriendo cuando llegó la hora de su muerte.

Amigos, no desaprovechemos este tiempo que Dios nos ha dado para prepararnos para la natividad de Jesús. Pongamos en paz nuestra alma, recibamos el sacramento de la penitencia y hagamos el firme propósito de no ofender jamás a Dios. Y luego, cuando nuestra casa ya esté limpia, adornémosla con sacrificios y oraciones para que cuando llegue la noche de nochebuena el niño Jesús se encuentre feliz en nuestra hogar.

Pero no todas las personas están alegres y felices en este tiempo de navidad. Muchos son los problemas que les acontecen, o enfermedades, o simplemente se sienten solos y abandonados. Pero casi siempre ocurre un milagro y hay alguna persona que se acerca a ellos, les da un beso, un abrazo o una palabra cariñosa, y en ese momento renace la esperanza en el que recibe esta muestra de cariño, y nos damos cuenta que la mayoría de las cosas que tenemos no nos son necesarias, que lo único importante es que sintamos el cariño y el amor de los que nos rodean. No nos dejemos vencer por la tristeza y sepamos darle gracias a Dios por tantas cosas buenas que nos da al cabo del día.

Otro grupo de personas siente la navidad con nostalgia, sobre todo las personas mayores que como yo han cumplido muchos años (yo el pasado día 2 cumplí 75 años), y entonces sentimos la falta de los seres queridos que nos han precedido, especialmente nuestros padres y nuestros hermanos. Pero de todos ellos la figura que yo recuerdo con más cariño en este tiempo anterior a la Navidad es la de mi madre. Ella era una entusiasta de la Navidad. Cuando ya faltaban pocas semanas para la nochebuena siempre decía: “¡zafarrancho de combate!”. Y eso quería decir que aunque la casa estuviera limpia, había que limpiarla a fondo: había que pintar las paredes, limpiar los cristales, sacarle brillo a los muebles... En una palabra: que todo brillase y resplandeciese. Esto era costumbre en el pueblo en que vivíamos, y en todas las casas se hacía lo mismo.

La segunda fase era hacer los dulces de navidad, pues entonces no se compraban hechos como ahora. Y entonces veo en mi cabeza la imagen de mi madre en la cocina rodeada de las personas que la ayudaban y en un lebrillo haciendo la masa para los dulces. Hacían roscos, mantecados y polvorones pero en grandes cantidades, pues a todo el que llegaba a la casa, que eran muchísimos, se le ofrecía un platito de dulces con una copita de licor. Cuando estaban en plena faena aparecía mi padre con su bata blanca que hacía un pequeño descanso de ver enfermos en su despacho y se acercaba a la cocina para ver cómo trabajaban las mujeres y decía: “¿cuándo se van a poder probar estos dulces?” Todas le contestaban con bromas y risas pero con mucho respeto, y mi madre le decía: “Antonio, estate tranquilo que el primer platito será para ti”. Y así desde después del almuerzo dedicaban toda la tarde y parte de la noche hasta terminar de hacer los dulces.

Ya estaba la casa limpia y los dulces hechos, pero faltaba la tercera cosa, que era poner el belén. Lo ponían sobre una consola que tengo en mi casa, porque me la regaló mi madre, y en ella tengo yo un altarcito con mis santos y vírgenes, y ahí enciendo todos los días una velita o una mariposa.

El día anterior a poner el Belén había que ir a la playa a coger arena y piedrecitas, y al río Barbacana para coger de sus orillas las placas de musgo. Y cuando ya tenía todos los elementos necesarios para poner el Belén, con sus manos diestras y hábiles mi madre empezaba a hacer las montañas con papel y escayola, a colocar los corchos, a poner los espejos para el río y poco a poco ante nuestros ojos mientras estábamos alrededor de su falda colocaba en lo alto del Belén el castillo del Rey Herodes con sus soldados en la puerta.

Por otro lado colocaba el pueblo de Belén, con sus casitas de distinto tamaño: la posada, el pozo, las lavanderas en el río lavando, y en el centro de la consola ponían el Portal de Belén. Los pastores cuando ya estaba colocada la tierra los iba poniendo con los animales camino del portal para adorar al niño, y los tres reyes magos atravesando el puente. ¡Ay, amigos, qué recuerdos tan entrañables! Entonces mi madre nos decía: “haced los copitos de nieve con algodón, pero muy pequeñitos. El que los haga más pequeñitos es el que los coloca en el Belén. Y poned las piedrecitas en el borde del nacimiento para que no caiga la arena al suelo”.

Ya estaba todo preparado. Entonces colocaba el Sagrado Misterio: la Virgen, San José y el niño Jesús, y la mula y el buey calentando al niño en su cunita. Ya estaba todo completo. Pero entonces ella decía: “¡falta una cosa, a ver si la averiguais!”. Y entonces decíamos: “¡la estrella!” Y del fondo de la caja sacaba una gran estrella plateada y la ponía encima del portal y nos decía: “mirad, nunca deis la espalda a la estrella, pues si la seguís como la siguieron los tres reyes magos ella siempre os conducirá a Jesús”.

Este amor por la navidad y por el Belén nos lo transmitió con tanta fe que nosotros hemos hecho lo mismo con nuestros hijos y siento la gran alegría de ver que ellos hacen las mismas cosas con los suyos. Amigos, no sé si antes de Navidad volveré a escribiros, pero por si no fuera así os deseo que tengáis una feliz navidad llena de amor, de paz y de concordia con todos los miembros de vuestra familia, y si sabéis de alguien que se siente solo, sed generosos y llevadle vuestro amor.

¡Feliz Navidad!

Con todo mi cariño os lo deseo, y nunca olvidéis que María Santísima es la Reina del Adviento y de la Navidad.

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