El poder de las palabras
La gracia de poder comunicarnos a través de las palabras es un don
que recibimos de Dios cuando fuimos creados.
Al principio, de la garganta del hombre salían unos ruidos
desagradables y guturales. Pero poco a poco al pasar los años el
hombre aprendió a modular su voz y se dio cuenta de que podía
formar palabras. Las primeras fueron cortas y luego se fueron
alargando. Y así, sin darse casi cuenta, empezó a poner nombre a
todas las cosas que le rodeaban y a demostrar sus sentimientos ante
sus congéneres, bien de alegría o tristeza o de valor o de terror.
Las palabras antes de pronunciarlas o leerlas las tenemos en nuestra
cabeza. Son algo intangible que no tienen forma ni color ni olor. Yo
me las imagino como un chorro de agua fresca que cae de una fuente y
según en el recipiente que las pongamos, ya sean cubos, una jarra,
un botijo, van cogiendo la forma del sitio donde están. Así poco a
poco se ha ido formando el lenguaje. Cuando alguien nos habla debemos
estar atentos, pues esas palabras que nos dicen se nos apegan a
nuestro cuerpo, y con ellas podemos hacer el bien o el mal. Son muy
poderosas, un arma de doble filo. Si las empleamos para el bien darán
paz, sosiego, felicidad y consuelo. Pero si las empleamos para hacer
daño causaremos la muerte y la desolación a las demás personas.
La palabra coge su máxima dignificación cuando el hijo de Dios se
encarnó en el vientre de la sagrada Virgen María y en el Ángelus
rezamos diciendo:
"Y el Verbo de Dios (el ser y la palabra) se hizo carne y acampó
entre nosotros para salvarnos".
Desde este momento, desde que Jesús nació hasta que comenzó su
vida pública escuchamos sus palabras y su doctrina enseñándonos el
camino que tenemos que seguir para alcanzar la vida eterna. Él dijo
palabras de vida eterna, hizo milagros con su palabra, curó a los
enfermos y a los ciegos, echó los demonios de los cuerpos de los que
los padecían, resucitó a los muertos, y hasta en el último momento
de su muerte en la cruz nos dijo palabras de perdón y nos encomendó
a la Virgen como nuestra madre.
Os voy a contar un acto que hizo el Santo italiano llamado Fray
Filippo Neri. Nació en Florencia y toda su vida la dedicó a recoger
de la calle a muchachos y a jóvenes que vivían en la más absoluta
miseria. Estaban abandonados por todos y sólo vivían del pillaje.
Él, en su afán de redimirlos, empezó a recogerlos y a formar unas
escuelas en las que empleó todo su tiempo en educarlos, enseñarles
un oficio y darles de comer. Su vida fue muy azarosa porque era
incomprendido por su familia y los sacerdotes que lo redeaban. Un día
se enteró que uno de sus chicos había levantado una terrible
calumnia sobre otro compañero. Arrepentido viendo el daño tan
horrible que había causado el chico fue a confesarse con el Santo.
Éste le perdonó, pero le puso la siguiente penitencia:
-Mira, ve a la ciudad donde has levantado la calumnia, coge una
gallina y me la traes aquí andando para hacerme cuando llegues con
ella un caldo. Pero con una condición: que durante el trayecto
vengas desplumando la gallina sin pararte.
El joven se quedó sorprendido de lo que le decía y pensando que le
iba a poner un castigo grande se fue satisfecho para hacer lo que le
había mandado. Al otro día se presentó con la gallina y le dijo:
-Fray Filippo, aquí tienes la gallina. Voy a hacerle el caldo.
Pero entonces el Santo le contestó:
-Ahora vuelve a la ciudad donde saliste y ve recogiendo todas las
plumas que fuiste tirando por el camino.
El muchacho le dijo que eso era imposible, pues el viento las había
volado y no encontraría ninguna. Entonces el Santo le dijo:
-¿Te das cuenta de lo que te quiero decir con esto? Esas plumas que
ya no se sabe donde están y hasta donde han llegado son como las
consecuencias de la calumnia. La persona que levanta una calumnia,
aunque luego se arrepienta, hace un daño irreparable, pues no se
sabe las personas que la han oído y hasta donde ha llegado.
Amigos, aprendamos a ponernos un candado en la boca para no ofender
con nuestras palabras a nadie, sino por el contrario seamos sensibles
y ayudemos a todos los que podamos.
La Santa Misa
Los cristianos tenemos la obligación de ir sábado o domingo y días
de fiesta de guardar a oír la Santa Misa; pero tenemos que
cambiarnos esta idea de obligación y sustituirla por un acto de amor
y de alegría.
La misa se forma principalmente de dos partes. La primera, la
Palabra, en la que están las lecturas y el evangelio. Y la segunda,
en la que está la consagración y la comunión. Vayamos todas las
semanas con ilusión a la iglesia, vistámonos de limpio, peinémonos
y perfumémonos y vayamos al encuentro de Jesús como el mejor amigo
que podemos tener.
En los minutos previos hasta que empieza la Santa Misa hablemos a
Dios, contémosle todas las cosas buenas o malas que nos han sucedido
durante la semana. Arrepintámonos de nuestras faltas y pecados y
prometámosle que la semana próxima cuando volvamos le traeremos una
nueva ofrenda o un nuevo sacrificio o una corrección que hayamos
hecho en nuestra vida.
Muchas veces cuando era joven me distraía y no prestaba la
suficiente atención a las lecturas. Pero de unos años para acá
pongo todos mis sentidos en oírlas, pues la verdad es que son
maravillosas. La primera lectura siempre nos relata historias del
antiguo testamento, de los profetas o del libro de los reyes o de los
proverbios. La segunda lectura por el contrario nos narra los hechos
de los Apóstoles, cuando después de Jesús subir a los cielos y
venir el Espíritu Santo sobre ellos, ellos comenzaron la
evangelización de los pueblos gentiles y paganos. Muchas de las
lecturas son en forma de cartas que se escribían entre sí para
darse ánimos y no desfallecer ante tantos problemas y dificultados,
y otras veces para contar con alegría sus logros.
Y después de ellas viene el evangelio. En esta parte oímos o leemos
la palabra de Jesús, todas sus enseñanzas y parábolas. Este es el
libro más importante jamás escrito, pues es la palabra de Dios a
los hombres.
Y ahora llegamos al momento cumbre de la misa: la consagración y la
comunión. Si fuéramos realmente conscientes del gran milagro que en
ese momento se produce en el altar nos arrollidaríamos y pondríamos
nuestra frente en el suelo sin atrevernos a levantar nuestros ojos.
Eso les pasó a dos de sus discípulos favoritos cuando los llevó a
lo alto del monte Tabor y allí Jesús se transfiguró y les mostró
su gloria.
Con la sagrada comunión debemos empaparnos de la gracia de Dios como
si pusiéramos una esponja en agua que se llena y al cogerla con la
mano chorrea y se derrama. Éso tenemos que hacer nosotros: llenarnos
de su gracia y saber derramarla sobre todos los que nos rodean.
Os voy a contar lo que para mí es el momento más feliz de toda la
semana. Los domingos por la mañana me levanto muy temprano, me
preparo y en mi cuarto, a oscuras y sin hacer ruido para no molestar
a los que me rodean, me siento en un silloncito delante de mi mesilla
de noche donde tengo una radio y allí, a las 8:15 de la mañana
conecto con radio nacional, que retransmite la Santa Misa para los
ancianos y los enfermos. Amigos, no hay nada que me dé mayor alegría
que estar yo ahí solita escuchando la palabra de Dios. Es el acto
más íntimo que puedo tener con Jesús. A Él le cuento mis
tristezas o mis alegrías, mis preocupaciones. Pero al final cuando
termina la misa me siento en paz.
Amigos, no os olvidéis de rezar por todos los demás, por todas
nuestras familias y por todos los miembros de este blog, y
especialmente por una persona que me escribió pidiendo oración por
su hijo, que estaba preso en Estados Unidos.
Sin más espero poder escribiros prontamente. Con todo mi cariño,
Lali.
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