María Reina del Adviento
Bendita sea la excelsa madre de Dios María Santísima,
bendito sea el dulce nombre de María,
bendita sea María virgen y madre,
bendita sea su Santa e Inmaculada Concepción,
bendita sea su asunción a los cielos,
y bendita sea María Reina del universo y mediadora de todas las
gracias;
madre de la misericordia, refugio de los pecadores, consoladora de
los afligidos,
auxilio de los cristianos, madre del perpetuo socorro...
Así podría estar horas y horas cantándole alabanzas a la virgen, y
he pensado que la página de hoy se la dedico a María para que
meditemos un poco sobre su figura.
Queridos amigos,
el pasado día 1 de diciembre, con el adviento, comenzó el nuevo año
litúrgico, y en medio de estas cuatro semanas que lo constituyen la
Iglesia nos da este tiempo para prepararnos para la navidad, y en él
emerge la figura de la virgen María como Reina Inmaculada, María
llena de gracia y Arca de la nueva alianza.
Pero empecemos por el principio para resaltar la figura de la Virgen
María. Cuando leemos el libro del génesis de la Sagrada Biblia
vemos que Dios creó a Adán y a Eva tan perfectos que eran hermosos
por fuera y por dentro, y los colocó en el paraíso terrenal, un
lugar privilegiado donde podían ser felices, pero para ver el
agradecimiento de nuestros primeros padres Dios les puso una
condición: que no comiesen el fruto del árbol que estaba en el
centro del paraíso, al cual llamó el fruto del bien y del mal.
El demonio, en forma de serpiente, tentó a Eva para que comiese la
fruta prohibida. Ella la comió y le dio a Adán, y en ese mismo
instante se le apareció Dios, maldijo a la serpiente y a ellos los
desterró del paraíso anunciándoles que padecerían toda clase de
dolores y sinsabores, y que ya no tendrían los privilegios de que
antes gozaban.
Pero Dios, en su infinita misericordia, se compadeció de ellos y en
ese mismo momento les anunció que si por una mujer había entrado el
pecado en el mundo, por otra mujer entraría la gracia y la
salvación, y entonces les prometió la venida del Mesías.
Habían transcurrido miles de años y llegó el momento que Dios
había escogido para la llegada del Mesías. Entonces creó a María,
la libró del pecado original para que fuese inmaculada y le hizo un
alma tan limpia y tan brillante como la luz del día y tan
transparente como las aguas cristalinas de un riachuelo. La adornó
de toda clase de dones y virtudes y la hizo hermosa por fuera y por
dentro.
Cuando ya María era una jovencita se le apareció el Arcángel San
Gabriel y la saludó diciéndole “Dios te salve María, llena eres
de gracia, el Señor está contigo...”. María se sorprendió y se
asustó un poco, pero el arcángel le dijo lo que se esperaba de
ella, a lo que María respondió: “he aquí la esclava del Señor.
Hágase en mí según tu palabra”. Y en ese instante el Espíritu
Santo la cubrió y María se quedó encinta.
Amigas de la página, ¿os imagináis a María embarazada? ¿No os
recuerda cuando vosotras estabais gestando a vuestros hijos? ¿Cuando
pasabais la mano sobre vuestro vientre queriendo acariciar al hijo
que llevabais en vuestras entrañas? Pues así haría María. En
silencio meditaría y se preguntaría por qué ella había sido
elegida para ser la madre de Dios si ella se sentía tan humilde y
pequeña. Pocas veces en el evangelio sale la figura de María, pero
no por ello ella vivía al margen de su hijo. Siempre en todos los
momentos importantes de la vida de Jesús estaba ella. Teniéndolo en
sus brazos mientras lo amamantaba o corriendo detrás de él cuando
era pequeño para que no se cayese, después de mayor admirando la
sabiduría de sus palabras, y luego sufriendo cuando llegó la hora
de su muerte.
Amigos, no desaprovechemos este tiempo que Dios nos ha dado para
prepararnos para la natividad de Jesús. Pongamos en paz nuestra
alma, recibamos el sacramento de la penitencia y hagamos el firme
propósito de no ofender jamás a Dios. Y luego, cuando nuestra casa
ya esté limpia, adornémosla con sacrificios y oraciones para que
cuando llegue la noche de nochebuena el niño Jesús se encuentre
feliz en nuestra hogar.
Pero no todas las personas están alegres y felices en este tiempo de
navidad. Muchos son los problemas que les acontecen, o enfermedades,
o simplemente se sienten solos y abandonados. Pero casi siempre
ocurre un milagro y hay alguna persona que se acerca a ellos, les da
un beso, un abrazo o una palabra cariñosa, y en ese momento renace
la esperanza en el que recibe esta muestra de cariño, y nos damos
cuenta que la mayoría de las cosas que tenemos no nos son
necesarias, que lo único importante es que sintamos el cariño y el
amor de los que nos rodean. No nos dejemos vencer por la tristeza y
sepamos darle gracias a Dios por tantas cosas buenas que nos da al
cabo del día.
Otro grupo de personas siente la navidad con nostalgia, sobre todo
las personas mayores que como yo han cumplido muchos años (yo el
pasado día 2 cumplí 75 años), y entonces sentimos la falta de los
seres queridos que nos han precedido, especialmente nuestros padres y
nuestros hermanos. Pero de todos ellos la figura que yo recuerdo con
más cariño en este tiempo anterior a la Navidad es la de mi madre.
Ella era una entusiasta de la Navidad. Cuando ya faltaban pocas
semanas para la nochebuena siempre decía: “¡zafarrancho de
combate!”. Y eso quería decir que aunque la casa estuviera limpia,
había que limpiarla a fondo: había que pintar las paredes, limpiar
los cristales, sacarle brillo a los muebles... En una palabra: que
todo brillase y resplandeciese. Esto era costumbre en el pueblo en
que vivíamos, y en todas las casas se hacía lo mismo.
La segunda fase era hacer los dulces de navidad, pues entonces no se
compraban hechos como ahora. Y entonces veo en mi cabeza la imagen de
mi madre en la cocina rodeada de las personas que la ayudaban y en un
lebrillo haciendo la masa para los dulces. Hacían roscos, mantecados
y polvorones pero en grandes cantidades, pues a todo el que llegaba a
la casa, que eran muchísimos, se le ofrecía un platito de dulces
con una copita de licor. Cuando estaban en plena faena aparecía mi
padre con su bata blanca que hacía un pequeño descanso de ver
enfermos en su despacho y se acercaba a la cocina para ver cómo
trabajaban las mujeres y decía: “¿cuándo se van a poder probar
estos dulces?” Todas le contestaban con bromas y risas pero con
mucho respeto, y mi madre le decía: “Antonio, estate tranquilo que
el primer platito será para ti”. Y así desde después del
almuerzo dedicaban toda la tarde y parte de la noche hasta terminar
de hacer los dulces.
Ya estaba la casa limpia y los dulces hechos, pero faltaba la tercera
cosa, que era poner el belén. Lo ponían sobre una consola que tengo
en mi casa, porque me la regaló mi madre, y en ella tengo yo un
altarcito con mis santos y vírgenes, y ahí enciendo todos los días
una velita o una mariposa.
El día anterior a poner el Belén había que ir a la playa a coger
arena y piedrecitas, y al río Barbacana para coger de sus orillas
las placas de musgo. Y cuando ya tenía todos los elementos
necesarios para poner el Belén, con sus manos diestras y hábiles mi
madre empezaba a hacer las montañas con papel y escayola, a colocar
los corchos, a poner los espejos para el río y poco a poco ante
nuestros ojos mientras estábamos alrededor de su falda colocaba en
lo alto del Belén el castillo del Rey Herodes con sus soldados en la
puerta.
Por otro lado colocaba el pueblo de Belén, con sus casitas de
distinto tamaño: la posada, el pozo, las lavanderas en el río
lavando, y en el centro de la consola ponían el Portal de Belén.
Los pastores cuando ya estaba colocada la tierra los iba poniendo con
los animales camino del portal para adorar al niño, y los tres reyes
magos atravesando el puente. ¡Ay, amigos, qué recuerdos tan
entrañables! Entonces mi madre nos decía: “haced los copitos de
nieve con algodón, pero muy pequeñitos. El que los haga más
pequeñitos es el que los coloca en el Belén. Y poned las
piedrecitas en el borde del nacimiento para que no caiga la arena al
suelo”.
Ya estaba todo preparado. Entonces colocaba el Sagrado Misterio: la
Virgen, San José y el niño Jesús, y la mula y el buey calentando
al niño en su cunita. Ya estaba todo completo. Pero entonces ella
decía: “¡falta una cosa, a ver si la averiguais!”. Y entonces
decíamos: “¡la estrella!” Y del fondo de la caja sacaba una
gran estrella plateada y la ponía encima del portal y nos decía:
“mirad, nunca deis la espalda a la estrella, pues si la seguís
como la siguieron los tres reyes magos ella siempre os conducirá a
Jesús”.
Este amor por la navidad y por el Belén nos lo transmitió con tanta
fe que nosotros hemos hecho lo mismo con nuestros hijos y siento la
gran alegría de ver que ellos hacen las mismas cosas con los suyos.
Amigos, no sé si antes de Navidad volveré a escribiros, pero por si
no fuera así os deseo que tengáis una feliz navidad llena de amor,
de paz y de concordia con todos los miembros de vuestra familia, y si
sabéis de alguien que se siente solo, sed generosos y llevadle
vuestro amor.
¡Feliz Navidad!
Con todo mi cariño os lo deseo, y nunca olvidéis que María
Santísima es la Reina del Adviento y de la Navidad.