Queridos amigos internautas,
¡llega la Navidad! Ya faltan pocos días para la Nochebuena y poder celebrar con alegría que un 24 de diciembre, en una noche fría de invierno, el Mesías prometido, el hijo de Dios y de María nació en un establo para salvarnos a todos.
Por este motivo vienen a mi memoria pequeños recuerdos en forma de flashes que me hacen revivir cómo eran las navidades en compañía de mis queridos padres y de mis hermanos Antonio y Conchi. Éramos pequeños y eran tiempos felices.
Mis padres eran unas buenas personas. Mi padre, un médico sabio, y mi madre, una eficiente enfermera. Siempre estaban juntos y muy enamorados. Trabajaban siempre codo con codo. Eran abnegados, sacrificados, mi padre un poco más serio y mi madre alegre, y habían entregado sus vidas al servicio de los demás, a cuidar de todos los enfermos y prestar ayuda a todos los que la necesitaban.
En ese ambiente crecimos y nos criamos. Un ambiente de amor, pero de una gran disciplina, pues nos enseñaron a ser responsables cada uno de nuestros actos.
Navidad de 1945 al 46. Hacía ya 5 años que mis padres se trasladaron conmigo de Madrid a la bella y hospitalaria ciudad de Marbella para empezar una nueva vida. Aquí en esta ciudad nacieron mis dos hermanos: ya estaba la familia al completo.
Vivíamos en una casa grande de pueblo y allí mi padre montó junto con la vivienda su consulta. Tenía su gran despacho, su sala de curas llena de todos los utensilios necesarios para ejercer la medicina, su mesa para reconocer a las parturientas, el autoclave para desinfectar todo lo necesario para los partos y todo el instrumental que necesitaba. Luego a continuación había otra habitación que la tenía con los rayos X para hacer radiografías y ver a todos sus enfermos. Y la sala de espera.
Mi padre, no porque yo lo diga, fue una bellísima persona, y muy listo. Y pronto se corrió la voz por la comarca y por los pueblos vecinos, todos venían a su consulta. Acudía a donde le llamaran. Entonces no había como ahora carreteras y urbanizaciones, sino que muchas veces acudía en lo alto de mulos y caballos para asistir partos o curar enfermos en la montaña. Su casa era como un pequeño ambulatorio, siempre tenía las puertas abiertas para ayudar al que llamara. ¡Cuántas y cuántas escayolas puso a lo largo de su vida! De brazos rotos, piernas rotas... y siempre -ahora que lo pienso- quedaban bien y los pacientes se iban todos contentos.
Eran tiempos difíciles, pues hacía pocos años que había terminado la Guerra Civil en España. La guerra del 36 en España y la 2ª Guerra Mundial, que empezó en el 39. Por eso había escasez de muchísimas cosas, lo mismo de alimentos que de otras cosas esenciales para la vida. Pero esa generación de la posguerra fue una generación gigante, supieron apretar los dientes y hombres y mujeres se pusieron a trabajar cada uno en lo que sabía hacer, unos en el campo sembrando cosechas, otros reconstruyendo las ciudades, y en unos pocos años consiguieron levantar el país.
Mi madre escribió una carta a su padre, nuestro abuelo Gregorio, y le decía que no encontraba un nacimiento para poderlo poner. Amigos, entonces todo el mundo escribía. Se escribían muchas cartas, el teléfono era una cosa que todavía no existía, al menos no en nuestro pueblo. Y dos o tres días antes de la Navidad sonó el timbre de la puerta y allí estaba: un empleado de la única agencia de transportes que había en el pueblo con un gran paquete. Por todos los lados se leía la palabra “Frágil”. Cuando mi madre recogió el paquete lo pusieron en la mesa grande de la cocina y empezó a abrirlo con cuidado. Allí estábamos alrededor de la mesa mi querido padre, Catalina (nuestra cocinera y segunda madre), su hijo Luis y todos nosotros. Con sumo cuidado lo desembalaron y entonces ¡oh, sorpresa! apareció ante nosotros el Portal de Belén: el niño, la virgen, San José, el buey, la mula, los pastores, las lavanderas, los animalitos y las casitas de los pastores. Y también estaba el castillo del Rey Herodes con el Rey sentado a la puerta guardado por cuatro soldados con sus lanzas. El puente, el molino, la posada. En una palabra: una maravilla.
De nuestras gargantas se escapó un “¡oh, mamá! ¡Qué bonito!”. Mi madre sonreía y sin embargo las lágrimas rodaban por su cara y entonces se dieron cuenta que dentro del portal había una carta. Hace más de 65 años y estas frases no se me han olvidado. Y decía:
“Queridos hijos, no podía consentir que a mis queridos nietos les faltase un Nacimiento donde poder cantar villancicos en la Nochebuena. Aunque estemos lejos en distancia, esa noche estaré a vuestro lado con mi espíritu”.
Mi padre echó el brazo por encima del hombro de mi madre, la abrazó y le dijo: “esto sólo lo podía hacer tu padre”.
Fueron las Navidades más felices que recuerdo de mi infancia.
Pero había otra cosa muy importante que se repetía todas las Navidades, y era hacer los dulces de Navidad. En cualquier casa, ya fueran ricos o pobres, todos hacían sus dulces. El pueblo olía a leña de chimenea que se mezclaba con el olor de matalauva, harina y azúcar, que salía de las panaderías, de las tahonas y de los hogares. Esto nos decía que la Navidad llegaba.
Y aquel año sucedió algo fantástico. Aquella tristeza que todavía quedaba de la guerra cambió de repente porque unos grupos de jóvenes se vistieron de pastores y salieron por las calles recorriendo el pueblo, cantando villancicos al son de panderetas, zambombas y sonajas. La gente asomaba a las puertas y a las ventanas por verlos cantar y muchos eran los que les invitaban a dulces y a unas copitas y les daban algún dinero. Cómo cambió todo, era el principio del fin.
Y en nuestra casa no podíamos ser menos que los demás. Mi madre le decía a mi padre “hoy y mañana por la tarde no voy a estar contigo ayudándote en la consulta, pues vamos a hacer los dulces”. Y mi madre le decía a Catalina “recoged la cocina rapidito para que empecemos pronto con los dulces”. Eran dos tardes. La primera para hacer los roscos y la segunda para los mantecados. Y allí, en la cocina, mi madre, Catalina, Salvadora y Madrina, con sus delantales blancos puestos, sus pañuelos sobre sus cabezas para que no cayeran pelos y sus brazos remangados, empezaban la faena. Ponían un gran lebrillo de barro sobre la mesa y allí mi madre amasaba con la ayuda de ellas. Y luego Catalina y Salvadora eran las encargadas de freír los roscos. La cocina era una cocina de pueblo grande, con cuatro hornillas de carbón que tenían arriba unos hierros y un hueco por el frente por donde se sacaban las cenizas y con un soplillo se avivaba el fuego. A los niños nos daban un poquito de masa para que nos entretuviéramos e hiciéramos también los roscos. ¡Cuántas risas y bromas se hacían durante esos días mientras se hacían los dulces! Y recuerdo que mi padre cuando tenía un clarillo se escapaba de la consulta con su bata blanca y se sentaba en una silla en la cocina y las miraba cómo trabajaban.
Estaréis pensando que por qué os cuento todo esto. Pero es que al llegar estas fechas no puedo evitar recordar con añoranza y tristeza, porque ya todos han desaparecido, aquellos años felices de mi infancia. Ahora tenemos de todo, es fácil comprar los dulces y todo lo necesario para la Navidad, pero yo creo que el verdadero Espíritu Navideño era aquel, en que todos participábamos con alegría para hacer felices a los que nos rodeaban.
Por entonces le hacían a mi padre muchos regalos. Pollos, pavos, etc. y eran todas aquellas personas que durante el año mi padre las había visitado y curado sin cobrarles nada, y en agradecimiento le criaban un gallo o un pollo y venían orgullosos a la casa a traérselo. Y le decían: “Don Antonio, esto para que se lo coma con su familia”. Mi padre siempre emocionado les contestaba: “pero si a ustedes les hace más falta que a mí, llévenselo”. Y ellos decían: “no nos ofenda. Se lo hemos criado con todo el cariño para usted”. Y entonces mi madre, que siempre tenía en el aparador dos bandejas, una con una botella de coñac para los hombres, anis dulce para las mujeres y copas, y otra con los roscos y dulces que habían hecho tapados con un mantelito muy bien bordado y planchado, les convidaba a que tomasen. No entraba una persona en la casa a la que no se le ofreciera un obsequio.
Y ya para terminar os digo que ese Misterio que mi abuelo nos regaló hace ya más de 65 años se sigue poniendo todas las Navidades. Antes lo ponía mi madre, después mi hermana y ahora una de mis hijas. Ya está casi roto, a algunas figuras les falta alguna mano o una pierna, pero mientras vivamos y dure el Misterio, todos los años se pondrá, pues él representa el Espíritu de la Navidad.
Hasta la semana que viene, si Dios quiere.
Abuela ¡que historia tan bonita! en serio se me han saltado las lagrimas, es que lo relatas de una forma q parece que lo estoy viendo ahora mismo y te imagino a ti de pequeña haha, que quiero muchiiisimo que no se te olvide jamas, esta es de todas las entradas que has puesto la que más me gusta de verdad.
ResponderEliminarte quiero muchooo.
Marta
Querida Lali! prima!! soy Pili, estoy en casa de Ana y he leido tus dos ultimas entregas que casi me han hecho llorar. Cuando aprenda a manejar un ordenador lo primero que haré será escribirte y contarte las novedades de esta mi familia.Mando un abrazo muy fuerte a toda la familia y rezo para que te repongas pronto y todos disfrutemos de tu alegría. FELIZ NAVIDAD!
ResponderEliminarHola Lali,
ResponderEliminarComo te dije, estamos reunidos celebrando la Navidad en casa de Clara y Alfonso. Hemos leido algunos de tus blogs y nos han parecido muy emotivos, qué buena idea has tenido de crear este blog!.
Os deseamos que paseis una Felices Fiestas en familia y todo lo mejor para el próximo año. Espero que te mejores del lumbago y que te manejes con el braille divinamente.
Un beso
Lola, Alfonso y famila