Queridos amigos internautas:
El pasado 2 de febrero celebramos la fiesta de la Candelaria, fiesta de la Luz y de la presentación de Jesús en el Templo. Recibe este nombre porque las madres al llevar a sus hijos al Templo tenían que portar velas o candelas en señal de ofrenda, y así ha recibido el nombre de Fiesta de las Candelas o de la Luz.
Cumpliendo la ley de Moisés, que todo varón primogénito a los cuarenta días de nacer fuese presentado en el Templo, la Sagrada Familia (Jesús, José y María) se dirigía a cumplir este precepto. Era costumbre llevar una ofrenda al Templo y según la clase social así era esta. Para los pobres y humildes consistía en llevar dos tórtolas o dos pichones, y así José dentro de una jaula llevaba dos hermosas tórtolas y María Santísima llevaba una vela o una lámpara de aceite encendida. Pero esa luz que María llevaba en su mano se quedaba pálida y apenas se notaba por el resplandor que llevaba entre sus brazos al llevar a Jesús, la Luz del Mundo, él que vino a iluminar las tinieblas del pecado. María, la llena de Gracia como le dijo el ángel en la anunciación, iba orgullosa de presentar a su hijo en el Templo.
Vivían en el Templo dos ancianos, Simeón (un sacerdote), y una mujer (Ana) que se había casado de niña durante siete años y quedado viuda y que toda su vida la había dedicado al servicio del Templo. Dios le había hecho un oráculo a Simeón diciéndole que no moriría hasta que sus ojos viesen al Mesías. Y el anciano que veía que cada día era más viejo esperaba con ansias ese momento, así que cuando entraron Jesús, José y María en el Templo, Simeón y Ana se acercaron al niño y elevando los ojos al cielo exclamó “¡Gracias, Dios mío! Ya puedo morir en paz, pues mis ojos han visto al Mesías”, y no paraban los dos de hacer grandes alabanzas al niño. Y dirigiéndose a María le dijo: “una espada de dolor atravesará tu corazón”, y ahí le pronosticó el sufrimiento que iba a padecer con la muerte de su hijo en la cruz. José y María estaban sorprendidos de todas las cosas y señales del cielo que estaban pasando sobre Jesús. María las guardaba todas ellas en su corazón.
Amigos, dejémonos inundar por la luz de Cristo. No tengamos miedo. Esa luz es la que nos marca el camino y nos enseña a ser cada día un poco mejor e intentar ser Santos para alcanzar la gloria. Pero no seamos egoístas. Si estamos llenos de la luz de Cristo, seamos como espejos, que esa luz se refleje en nosotros e ilumine a otras personas. Y así poco a poco podamos hacer que la luz de Cristo llegue a todas las almas.
La tempestad sosegada.
Había subido Jesús con sus discípulos a una barca en el lago Tiberíades, pues los discípulos iban a faenar. Cuando llegaron al centro del lago Jesús estaba cansado, entonces se recostó en la barca y puso su cabeza sobre la proa y se quedó dormido. Cuando empezaron los discípulos a pescar se levantó una gran tempestad, el cielo ennegreció de tal manera que parecía que se iba a caer y los iba a aplastar. El viento huracanado silbaba sobre sus cabezas y movía la barca sin control. Las olas cada vez más encrespadas pasaban por encima de la barca y los discípulos horrorizados pensaron que iban a naufragar. Entonces, horrorizados despertaron a Jesús, que seguía durmiendo, y le dijeron: “Maestro, sálvanos, que perecemos”. Jesús les contestó: “hombres de poca fe”. Y poniéndose de pie en la proa de la barca, elevando sus brazos al cielo dirigiéndose a la tempestad le dijo: “calmaos”. Y en ese mismo instante el cielo cambió de color a un azul celeste, el viento dejó de soplar y se quedó en una suave brisa, y las olas del mar empezaron a desaparecer y las aguas se quedaron en calma. Al ver esto los discípulos se quedaron estupefactos y dijeron: “¿quién es este, que hasta el viento y el mar le obedecen?”.
Los discípulos no supieron ver en Jesús al Mesías. Les faltó la fe al igual que a nosotros muchas veces también la perdemos. Ellos que estaban al lado de Jesús no comprendían bien todo lo que sucedía a su alrededor con los milagros y las enseñanzas que Jesús decía. Nosotros, los que ahora vivimos, tenemos la gran suerte de que podemos leer toda la vida de Jesús y de los Santos y el testimonio que tantos han dado antes que nosotros.
La fe es un don que hay que pedirlo. Por eso este año el Papa Benedicto XVI en octubre va a proclamar el año de la fe, pues ve que cada vez son más las personas que la pierden. Tenemos que rezar para tener fe y transmitírsela a los que nos rodean, pues si la fe falla las personas no creen las enseñanzas y la doctrina de Cristo.
Amigos, no seamos como los discípulos, que les faltó la fe. Tenemos la suerte de que Jesús se quedó en la Sagrada Eucaristía con nosotros. Él está esperando que le pidamos cosas, él se siente feliz cuando hablamos con él y le contamos nuestros problemas y nuestras historias. Aprovechémonos de Jesús, cuántas veces dijo cuando vivía en la Tierra “pedid y recibiréis; llamad y se os abrirá”. No tengamos vergüenza de contarle a él nuestras miserias. Él es nuestro Padre que está deseando perdonarnos.
Y ya para terminar, amigos, recemos para tener cada día más fe. Hasta la semana que viene, si Dios quiere.
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